Los muertos cabalgan deprisa IV

 


6. Juan Gil de Cabrera, caza vampiros español.

Antes de que Stoker imaginase al doctor Van Helsing, existió un auténtico cazador de vampiros. Un oficial del imperio austriaco, de origen valenciano. Un soldado curtido por el humo de cien batallas. Un hombre que luchó y perdió contra las tropas borbónicas. Un comisario que no estaba dispuesto a abandonar una sola batalla contra los muertos.

Sigamos el  rastro de nuestro admirado azote de revenants. Juan Gil de Cabrera y Perellós, capitán de granaderos del Regimiento Imperial nº 50, Alcaudete. Nombrado conde por Carlos VI de Austria y en misión en la frontera húngara, durante la tercera guerra contra los turcos.

Estando las  tropas del regimiento en un lugar indeterminado de la frontera, los soldados obtenían comida y alojamiento en las aldeas de haidamaques, partisanos que colaboraban con el ejército contra la invasión otomana.

Uno de los soldados fue presentado por el patriarca a su familia y se le invitó a compartir la humilde cena. Comenzó a desarrollarse un charla fluida entre el granjero y el soldado, acerca del cuidado de los animales, la vida militar y el odio compartido hacia el enemigo infiel.

Se escucharon golpes en la puerta. El anfitrión se levantó sorprendido, esperando ver a otro soldado. Cabeceó contrariado. Una boca más a cenar podía exceder las previsiones.

 El nuevo invitado entró. Todos menos el soldado parecían conocerle. Su cabello era largo y blanco, sus dedos, pálidos y finos, de largas uñas sucias de tierra. Sus ojos se mostraban a la vez sombríos y amenazantes, como los de una alimaña.

El nuevo comensal aceptó un tazón de sopa y la conversación murió, dejando sobre la mesa un poso de tensión y temor.

A la mañana siguiente, el soldado se levantó del catre asignado. Se dirigió a la cocina y encontró al granjero, tirado sobre la mesa, muerto.

La familia le informó que el visitante no deseado era el padre del patriarca. Llevaba enterrado diez años y había vuelto para llevarse a su hijo con él.

Las autoridades comisionaron al veterano oficial español. El conde de Cabrera tomó cartas en el asunto. Se personó en la aldea con un cirujano, un auditor y un pelotón de caza.

Partieron hacia el cementerio. Localizaron la tumba del revenant y le encontraron fresco e incorrupto, con chorretones de sangre en la comisura de los labios.

Cabrera ordenó ajusticiarle, del modo que preferían los rumanos contra los vrucolaki: clavando un enorme clavo en la frente, para que el upiro no se pudiese volver a levantar de la tumba.

Nuestro valenciano conde de Cabrera tuvo que actuar al menos en otras dos ocasiones. Al parecer la región vivía una auténtica plaga vampírica a comienzos del siglo XVIII.

 

* Texto con apoyo IA

La Cena

Las lámparas de aceite arrojaban un resplandor dorado sobre las paredes de piedra del antiguo salón del castillo. El eco de los cubiertos y el murmullo de la conversación llenaban el aire con una cadencia solemne. Sobre la larga mesa de roble, coronada de candelabros y vajilla flamenca, reposa una atmósfera expectante: entre los comensales, espolvoreados de veteranos oficiales y eruditos forasteros, destaca el imponente perfil del conde de Cabrera.

Vestido aún con cierta austeridad militar, la casaca azul gastada por los bordes y la medalla de San Hermenegildo reluciendo discretamente sobre el pecho, el conde observa el festín con la mirada de quien ha visto demasiadas campañas para perderse en nimiedades.

El anfitrión, monseñor Gallet, levanta la copa:

—Mi querido conde, los rumores sobre su actuación en aquellas tierras asoladas por vampiros recorren media Europa. ¿Sería demasiado pedir que comparta su historia esta noche?

Los rostros se tornan atentos mientras el conde apoya lentamente la copa en la mesa. Se aclara la voz, templada y grave.

—No crean, señores, que el deber militar es mera cuestión de pólvora y acero —comienza el conde, sus manos cubiertas de cicatrices aferrando el borde del mantel—. Tras media vida en campaña por la Corona, tras perder contra los Borbones y arrojarme al destierro tras la guerra de Sucesión, pensé haber pertrechado el alma frente a cualquier espanto. Pero nada prepara a un soldado para la superstición de los Balcanes.

Un joven teniente, aprieta su servilleta, fascinado.

—Perdone, excelencia, ¿fue usted el mismo que resistió en Brihuega hasta agotar la pólvora?

El conde asiente, y sus ojos se iluminan con un destello de orgullo y pesar.

—Allí aprendí que el miedo puede ser más mortífero que el cañón del enemigo. Como exiliado, recibí el encargo —quien sabe si castigo o redención— de restaurar el orden en una aldea húngara, donde los rumores de vampiros condenaban a los vivos más que la guerra. Allí, los campesinos mostraban cadáveres que ni la pala ni el tiempo conseguían apaciguar: cuerpos frescos, hinchados y colmillos ensangrentados.

—¿Y cómo actuó, señor? —inquiere un clérigo.

—Como oficial, confié en la razón y el procedimiento —afirma —. Ordené exhumaciones en presencia de testigos, inspeccioné cada cuerpo, apliqué cuanto dictaban tanto la medicina como la ley local. Les confieso: la carne se me erizó al contemplar aquellos rostros, pero no hallé más que pruebas de sepulturas prematuras y la obra de la putrefacción. Los procedimientos militares y la vigilancia rigurosa apaciguaron a la población. El miedo disminuyó, y tras semanas de paciente disciplina, la vida retornó a su cauce.

El crepitar cercano de la chimenea y el lejano aullido del viento dan marco a sus palabras. La estancia huele a vino tinto, cera derretida y leña recién cortada. Los comensales, pendientes de cada frase, alternan miradas de asombro y asentimientos respetuosos. El brillo del uniforme del conde, amargo perdedor en Brihuega y Barcelona, pero resiliente y admirado, parece cobrar nueva vida bajo la luz de las velas.

—Nunca creí enfrentar, tras los muros de Breslau o los campos de Almansa, enemigos forjados de pavor y leyenda. Pero aprendí que, allí donde la guerra deja vacío, la superstición germina con fuerza. La batalla contra el miedo colectivo exige firmeza y compasión. Con la razón como escudo, el exilio me enseñó que a veces la paz se conquista con diplomacia y ciencia, no con espadas.

Un prolongado silencio sigue a sus palabras, roto solo por un sonoro brindis en su honor. En aquel castillo batido por el viento, la noche prosigue. Y nadie, desde ese día, volvería a ver los terrores de Transilvania sino como el conde: un desafío digno de un soldado curtido por la guerra, el exilio... y la sombra de los mitos que cabalgan deprisa.

 

Vlad III, inspiración del personaje de Drácula, era un oscuro personaje histórico, vagamente conocido por su crueldad. De hecho, ya mencioné como en la mastodóntica Enciclopedia Espasa Calpe ni siquiera se le menciona. Lo cual no ha impedido que la sangre Drăculești se halla filtrado hasta Carlos III, actual rey británico.

Stoker conocía esta vinculación y era muy crítico con unos matrimonios de la casa real de su época, con esa genealogía, quizás por eso cargó las tintas, o las sangres. Puede que anticipando de forma visionaria el "Tampongate".

Sea como fuere, las próximas entregas las dedicaremos a analizar la geopolítica europea en los tiempos del Lord Empalador e incluso realizaremos una exclusiva entrevista; si conseguimos algún reportero que se atreva. 🧛

 

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