Los muertos cabalgan deprisa VII

 


9. Intermedio

El monstruo de Casillas

Casillas, al sur de la Sierra de Gredos, emerge como una isla de castaños y niebla. El pueblo, encaramado a más de mil metros, duerme bajo techos de pizarra, entre los robledales eternos, donde aún encallan el eco de los lobos y el tañido de las campanas, en la bruma.

El aire, húmedo y fresco de finales de otoño, acarrea el aroma ferroso de la tierra y el murmullo frío del Tiétar que desciende, invisible, por las laderas.

La aldea parece un susurro improbable entre la geografía de lo fantasmal. Podría ser un enclave remoto de los Cárpatos, donde los bosques se cierran sobre sí mismos, celosos de su secreto, y los misteriosos campos huelen a jara y leña de encina, quemándose en los hogares.

Cada tarde de octubre, al declinar la luz tras los riscos del Palancón, Casillas se abisma en sí misma. Las cortinas se corren, los perros se arremolinan junto a las puertas y solo los más jóvenes se atreven a cruzar la plaza.

La niebla baja tan espesa que a veces ni siquiera la luna logra filtrarse. En los costados del pueblo, los castañares y praderas húmedas forman la última frontera antes del pinar quemado, y todos, sin reconocerlo, sienten que más allá comienza el territorio de lo inexplicable.

 


Matías es un joven de rostro limpio, la camisa siempre muy grande, el andar vacilante y la mirada sumergida en otra realidad. "El tonto del pueblo" vive a la sombra de la funeraria, agradecido por cada gesto de sus vecinos, con el alma aún intacta y un miedo secreto a aquello que no entiende.

Marcos, el hijo del terrateniente, manda y toma el centro de cada escena, con sonrisa torcida. Es alto, elegante, seguro, y los demás no saben si admirarle o temerle. A su lado siempre sus dos "amigos".

Lucas, pelo largo y una risa que suena más fuerte cuando el miedo es ajeno. Juan, los dedos manchados de tabaco y la mirada rápida, es el primero en soltar la broma y el último en irse.

La presencia que equilibra el grupo es Magdalena. Bella e insegura, de modales urbanos, busca integrarse y sale con Marcos, aunque no comulga con su trato cruel al pobre Matías.

Junto al bar de la plaza, los viejos de Casillas, envueltos en sus chaquetas de lana y silencio, solían observar al grupo de jóvenes perderse de vista, tramando maldades.

Uno de los abuelos, retirando con parsimonia la boina, sentenció un día, con la voz áspera y lenta que acumulaba inviernos:

—Los muchachos de ahora creen que el miedo es cosa de fábula… hasta que la fábula los devora.

El pequeño pueblo parecía respirarse entre la vigilia y el sueño, frontera de leyenda y realidad, atrapado en el instante anterior a la tragedia.

 

La noche había caído sobre Casillas, silenciando hasta el zumbido de los insectos. Dentro de la funeraria reinaba una penumbra densa; el sótano olía a cera y madera húmeda. Matías se acostó en su camastro, en el cuarto superior al sótano, donde varios féretros se alineaban como sombras dormidas. Recordó las palabras de Marcos por la mañana:

—Dicen que vino una extranjera, Matías, una mujer rara de algún país de esos del Este. Murió hoy, pero mejor que no preguntes... Esta noche su ataúd estará aquí contigo en el sótano. Pero tranquilo, seguro que no se levanta.

Lucas y Juan soltaron una risotada, burlándose de la expresión nerviosa de Matías.

Matías había hozado toda la tarde entre los libros viejos de don Celestino, su tío y dueño de la funeraria. Se topó con uno muy peculiar: Tratado sobre los vampiros. Se quedó dormido leyéndo en su habitación, que comunicaba con el sótano mediante una escalera de bajada.

 

Al filo de la medianoche, el empleado de don Celestino abrió la puerta del almacén de ataudes, acompañado de Marcos y Magdalena, pálida por el maquillaje, embutida en un vestido antiguo y con colmillos postizos. El empleado había recibido un buen soborno, por orquestar la sádica broma y guardar silencio.

Lucas y Juan se posicionaron tras el tragaluz enrejado, a ras de calle, del sótano, atentos y excitados.

Marcos susurró a Magdalena antes de dejarla con Matías:

—En cuanto se acerque, das un grito y sales del ataúd. Será inolvidable.

Magdalena asintió con nerviosismo, tumbándose entre la madera fría.

Matías, totalmente ignorante del maquiavélico plan, escuchó ruidos provenientes del ataúd en el centro del sótano. Marcos y el empleado salieron, cerrando la puerta tras de sí. Por el tragaluz, los chicos contenían la risa, listos para el espectáculo.

Unos minutos después, se oyó un crujido procedente del ataúd. Matías, dolorosamente despierto y tembloroso, se sentó en su camastro.

Desde dentro del féretro salió un lamento gutural. La tapa se abrió lentamente y Magdalena, transformada por el maquillaje y la expresión desencajada, se incorporó bajo la débil luz.

—Matííías... ven aquí... —jadeó con voz grave, levantando las manos como garras.

Por el tragaluz, los chicos observaban expectantes, riendo por lo bajo.


Pero Matías no gritó ni corrió. Con ojos decididos, se puso en pie y, temblando, sacó de debajo de su cama una estaca de madera y un viejo martillo, robados de los utensilios del taller. Bajó el corto tramo de escalones hasta el sótano.

—Lo siento, señora. Sus maldades acaban esta noche —afirmó Matías con convicción, cerrando de golpe la tapa del ataúd y echando el pestillo.

—¡Matías! ¡Es una broma! ¡Suéltame! —gritó Magdalena desde dentro, pateando la madera.

—El manual lo dice claro: hay que clavarla antes del amanecer —musitó Matías, sudando y apretando los dientes.

Desde fuera, Marcos gritó por la rejilla del tragaluz, entrando en pánico:

—¡Matías, abre! ¡Es Maggie, solo es un juego!

Pero Matías, ajeno a sus voces, levantó la estaca sobre la tapa cerrada.


—¡Por Casillas y por todas las almas inocentes! —exclamó, dejando caer el mazo con toda su fuerza.

El golpe resonó como un trueno, seguido de un gemido desgarrador desde el interior del féretro. El silencio se hizo absoluto.

Lucas y Juan palidecieron, aferrados a los barrotes. Marcos cayó de rodillas sobre el húmedo pavimento, incapaz de articular palabra.

Matías, apoyando el martillo en el suelo, acabó de rezar y recitó en voz baja:

—Ya puede usted descansar, señora.

La niebla se arremolinó en el tragaluz mientras el eco de los gritos moría en la oscuridad. En el pueblo de Casillas se selló una leyenda, que nunca olvidaría el verdadero rostro del horror humano y la ingenuidad llevada al extremo.

 

Tras la tragedia, el pueblo quedó envuelto en un silencio nuevo e irrespirable. Los titulares brotaron breves y acerados:

NOCHE SANGRIENTA EN ÁVILA. Una broma mortal en la funeraria de Casillas.

El monstruo de Casillas”, murmuraban los vecinos, entre el horror y la indignación; aludiendo a Matías y sus miedos, alimentados por la crueldad de Marcos y sus amigos.

Las autoridades ingresaron a Matías y Marcos en el hospital psiquiátrico de Arévalo, donde la razón y la voz se extinguieron entre muros blancos y ventanas cerradas.

Nadie volvió a nombrar lo ocurrido, salvo en voz baja y ante la lumbre .

En el aire, en la madera y la piedra, el pueblo aprendió a pisar de puntillas por la vida, y la leyenda se espesó entre los árboles, al paso de las estaciones. 



Como comenté en anteriores posts, esta historia es ficticia (que yo sepa) y no es original. Por desgracia, perdí la magnífica antología de relatos de terror donde la leí y me es imposible citar al autor. 

En todo caso, aunque hubiese sido real, no se produjo en Casillas. Mil disculpas para sus habitantes si se han visto ofendidos. 

Yo la adapté a la narración oral. He de decir que con notable éxito, sobre todo en mi periplo errante por los Cárpatos rumanos. 

Tras las entrevistas con el abad Calmet, la cena con amigotes del Conde de Cabrera y la entrevista a Vlad III, esta narración constituía la piedra de toque para la capacidad literaria de nuestra IA favorita. Juzgue el lector calidad y efectividad... 

Yo, después de leerla, debo ausentarme al servicio 😂...

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